jueves, 13 de marzo de 2008

Bibliotecas

A raíz de un correo que mandó un amigo sobre el préstamo de pago en bibliotecas (para más información consultar noalprestamodepago) me he puesto a reflexionar sobre estos sitios y su influencia en mi vida y formación. Y resulta que no puedo concebir mi existencia sin ellas, que gracias a la visita a esos templos soy lo que soy, y que de algunas guardo un cariño especial, pues se convierten en mucho más que en un sitio al que ir a coger libros sin más. Ya no sólo por el intercambio de saber y experiencias que pueda darse, estoy pensando sobre todo en cuando era niño y acudía ilusionado e impaciente a por mi nueva dosis de libros, de aventuras, de nuevas vidas. Esto ha hecho que haya dejado una parte importante de mí en dichos sitios, y que todavía los recuerde (casi hasta poder olerlos) con mucho cariño.

Recuerdo las pequeñitas bibliotecas que teníamos en alguna clase del colegio, donde me surtí de libros de Gran Angular y El barco de Vapor, y algunos otros sobre historia. Recuerdo la biblioteca de la Casa Revilla a la que iba con mi hermano de criajo a leer comics de Spirou y Fantasio, o los de Tintín que no teníamos. Y donde a veces ponían películas en la sala de al lado, y aunque éramos pequeños nos colábamos. La impresión y el miedo que me causó de crío “La isla del doctor Moreau” no se me olvida, de hecho no he vuelto ni a ver la película ni a leer el libro.

Recuerdo, y todavía frecuento con asiduidad, la biblioteca pública de San Nicolás. Un auténtico pozo sin fondo en el que ya hace años sacábamos discos, películas y libros. Los primeros discos de Pearl Jam y Alice in chains que tuvimos los grabamos en cinta de los CDs de esa biblioteca. Y mi hermano sacaba también muchas películas. Recuerdo ver con 14 años, por ejemplo, Barry Lindon y Ran (que, esta última, me pareció un coñazo, he de reconocerlo. Suerte que luego la volví a ver y la aprecié mucho más) en lo que ahora parecen casi antediluvianas cintas de VHS. Y también libros, hasta ahora. Y cómics, como los de Calvin y Hobbes, que aunque me sepa de memoria no me resisto a hojear cada vez que paso por la estantería, y que debo acabar comprándome algún día. Sobre todo esta biblioteca ha tenido una parte fundamental en mi última explosión lectora, en la que me he abierto a todo tipo de temáticas. Y es que con ese fondo bibliográfico tan extenso que tienen he encontrado de todo: Camus, Hrabal, Dick, Capek, Silverberg, Dostoievski, Vonnegut, Priest, Calvino, Sturgeon, Buzzati, Céline, Baricco, Conrad, Kipling, Lowry, etc, etc. Sé que estos son nombres que deben figurar en cualquier biblioteca medianamente decente, pero realmente buscando cosas más desconocidas he podido comprobar lo bien surtida que está. Hasta el libro en la que está basada la película “Z”, de Costa-Gavras, he encontrado ahí.

Gracias a todas estas lecturas he desarrollado un criterio cada vez más independiente, una manera de pensar y de ver la vida más personal. Quizá lo habría hecho igual si todos esos libros me los hubiera comprado. De hecho sigo comprando muchos libros. Pero intento verlo desde el punto de vista romántico. Y es que hay algo especial en recorrer las estanterías de libros, en sentir la promesa de lo que está por venir, por sernos contado, y no sólo eso, en imaginar las vidas de gente que hay detrás de todos esos libros, de todos esos usos, de todas esas lecturas. Me gusta coger un libro en la biblioteca y que esté amarillento y manoseado, de alguna manera me hace sentir que es más libro. No entiendo a la gente que nunca presta sus libros. Entiendo el apego que se pueda tener y el no querer perderlos, por supuesto, hay gente que sabes que no te puedes fiar, pero aún así un libro está para ser leído, y una de las mayores fuentes de felicidad para mí es prestar libros, y oír la valoración posterior. Y si después de prestarlo varias veces el libro está gastado, hasta se pueden soltar algunas hojas, no me importa, al contrario, me alegro, siento que ha cumplido su cometido. Por otro lado he de reconocer que aunque me encante prestar me cuesta muchísimo desprenderme de ellos, y que adoro pasear los ojos por las estanterías y en un vistazo recibir de golpe cientos de experiencias, hacer un repaso a muchos años de mi vida, y volver a sentir lo que algunos libros excepcionales provocaron en mí.

Pero sigo hablando de los libros usados. No sé cómo explicar lo que sentí hace un par de años cuando, al empezar a leer Valis, me encontré una nota en la primera página, en rotulador rosa, que rezaba: “Yo ya hice mi Exégesis...”. El carácter mágico que adquirió esa lectura, a la que ya le tenía muchas ganas después de leer tanto sobre Dick a gente por todos nosotros conocida, gracias en parte a esa pequeña frase, es algo que no se me olvida. Otras veces hay anotaciones chorras, y subrayados superfluos. Pero otras, una frase, una palabra o frase subrayada, una sencilla marca, hacen que el libro cobre verdadera entidad ante nosotros, porque estás leyendo del mismo libro físico que a otras personas les ha servido antes.

Todo esto me viene desde que frecuentaba la biblioteca a la que más cariño guardo. Una pequeñita en el barrio Belén a la que empecé a ir con 8 añines, acompañado de mi abuelo, porque para ir había que atravesar un descampado oscuro y en casa les daba miedo que fuera solo. Recuerdo como si hubiera ido ayer aquel pasillito y aquella salita pequeña en la que estaba encajado aquel gran armario de madera, viejo, con cristaleras y puertas que abrían mal. Y aquella otra sala anexa en la que algunos años más tarde sobre mesas se pupitre pondrían más libros tras aumentar el fondo que tenían y algunas veces proyectarían películas. Y recuerdo los libros, viejos, gastados por el uso, pero que para mí se trataba de objetos reverenciables. Allí fue donde leí “El paquete parlante”, que me despertó el interés por la fantasía siendo un crío. Y donde luego leería “la trilogía de los trípodes” de John Christopher, o la trilogía de la tierra de Jordi Sierra i Fabra, que me despertaron el interés por la ciencia-ficción o muchos libros de Gran Angular, en especial recuerdo aquellos de William Camus como "Cheyennes 6112" o "un hueso en la autopista", o aquel entretenidísimo “Cruzada en jeans”. O aquella magnífica colección de Tus Libros de Anaya, donde leí por primera vez “La llamada de lo salvaje” de London, libro que no me cansaría de releer hasta los 14 años, hasta hacer mía la historia de Buck, y sentir muy mío también el miedo del hombre atrapado por los lobos en el relato que venía al final. Y recuerdo con devoción “los piratas de Malasia” y “los tigres de Mompracem”, de Salgari. No sé cuántas veces los cogería, aquella ediciones con ilustraciones, con hojas sueltas de tanto uso, pero sí sé que cada vez que me iba a casa con ellos llevaba una sonrisa que me aseguraba grandes aventuras, luchas, el filo de un kriss, venenos que simulaban la muerte, abordajes... Seguramente si lo hubiera leído en un flamante libro nuevo también habrían sido unas magníficas aventuras, pero quiero creer en el hecho de que el estar esos libros allí, esperándome en aquel antiguo armario, era lo que las hacía realmente especiales. Porque pocas veces he experimentado tanta “sed” como cuando iba con el corazón en vilo a aquella pequeña biblioteca, esperando a ver qué libros habría, cuales permanecían, cuales se habían llevado, pues había tan pocos libros y yo leía tanto que muchas veces me tocaba repetir. Allí donde leí también por primera vez “El señor de los anillos”, que de una forma brumosa entendía que debía ser algo como un pilar en mi experiencia lectora y que desde luego lo supuso (para bien o para mal jejeje). Y así decenas y decenas de libros, demasiados para mencionarlos a todos, unos más importantes otros menos, pero todos ellos parte de mí. Y yo parte de ellos.

Y cada vez que me acuerdo de aquella biblioteca no dejo de agradecer con todo mi corazón a aquellas chicas que llevaban aquella biblioteca durante unas horas, tres días a la semana, y que siempre tenían una sonrisa y un “¡Hola Alberto!” cada vez que un crío ingenuo e ilusionado aparecía junto a su abuelo para descubrir nuevos mundos y llevarse tres libros cada semana, que a los cuatro días ya se había devorado. Mundos que estaban esperando allí, pero que también habían sido los mundos de otras personas, que los habían hecho suyos, y que ha sido ahora, tras leer a gente como Hrabal, cuando realmente he sido consciente de todo lo que de verdad significa el hecho de leer, y de leer algo que han leído antes los demás, y de cómo esto te conecta a ti, a ellos, y al escritor, de una manera fundamental. Y muchas de estas cosas son en gran parte gracias a las bibliotecas, sin las cuales no digo que mi vida carecería de sentido, pero sí que hubiera sido muy diferente.

Como no podía ser de otra manera este texto (demasiado nostálgico, lo sé, pero es lo que hay) está en parte dedicado a Knut, que sé que comparte algunas de estas ideas, y gracias al cual yo he llegado también a alcanzar una cierta manera de pensar, a raíz de leer sus fervientes recomendaciones y sus reflexiones sobre los Otros, jejeje. Un abrazo.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Evocador y hermoso artículo, señor Peter.

Gracias por ambas cosas.

Llosef

P. dijo...

Un gran artículo, encantadoramente nostálgico, y que transmite esas sensaciones que describes a la perfección.

Lo digo porque yo me sitúo en ese grupo que ha pisado una biblioteca raras veces, y siempre para estudiar. Tuve la suerte (o desgracia, depende de como se mire) de tener una familia con una biblioteca privada enorme, y durante mi niñez no necesité acudir a ninguna otra.

Pero después de leerte, vaya, hubiera querido lo contrario :)

Pesanervios dijo...

Si me hubieses visto hace un rato, con un escalofrío recorriéndome la médula.¡El paquete parlante! ¡La triología de los trípodes! También a mí me marcaron de pequeño...

Y sin las bibliotecas algunos ¡qué haríamos sin ellas!

Me uno a Llosef en su agradecimiento.

agnes dijo...

No sé como lo has hecho, pero tengo los ojos humedos y una sonrisa de idiota que pa qué te voy a contar...

es que es una parte de mi niñez, de la biblioteca del colegio, de la municipal en el pueblo... de la emoción que me transmitian tantos y tantos libros... de tirarme horas mirando los estantes llenos de libros, y de planear leermelos todos algún dia...

gracias alberto... ha sido maravillos

Peter Sinclair dijo...

Vaya, muchas gracias por todos los comentarios. Con frases así se le quita a uno el miedo a escribir, la verdad. Amenazo con más disgresiones personalistas y empalagosas en un futuro jejeje.

¡un abrazo!

Knut dijo...

Muchas gracias por la parte que me toca, en ese sentido la emoción es doble jejejeje aunque eso ya lo sabes, joio.

Los libros además de cosas son Texto, son cosas con alma, probablemente lo único humano en posesión de tan preciado carácter. Porque aún cuando los humanos no tengamos alma, esta estará en cada texto, por muy menor o malo que sea, por repugnantes que fueran sus intenciones. Todos los textos son sagrados justamente porque por tener alma guardan a sus lectores dentro.

Pocos lugares hay más sagrados, benditos, hermosos y ricos como las bibliotecas. Desde la más descuidada hasta la más comercial y falsa, todas ocupan un mismo espacio y una misma función: son parte de la Memoria y al mismo tiempo todos unen, suman, absorben en su interior aquello que deja entrever la apertura de los ojos.

De adolescente me sentaba en la biblioteca pública tratando de observar las líneas que dibujaban las manos de aquellos que como arañas pálidas palpaban distraidamente los lomos de los libros, como buscando ser buscados, elegidos en lugar de lo contrario. No son los textos, descubrí entonces, los que llaman a esas manos, son aquellos que desde dentro buscan la compañía de otro más, ya que ahí somos todos Otros (juas juas juas ;), tenía que meterlo).

Uno nunca debería sentirse dueño de un texto, si acaso los más inconscientes piensan en ellos como su propiedad, incapaces de ver en todo momento al texto, cegados por la pasión del poseer. Precisamente porque es el texto el que te posee al precio de llevarte dentro de si, es necesario, obligatorio e imperante el que estos no se queden siempre contigo.

Quizás sea una suerte de cielo vivo, gozoso justamente por no pertenecer a más allases que este acá, y es nuestra obligación como seres consciente de ello el promover su difusión.

Uno no debe pagar un libro más que para poder ejercer el privilegio de dejarlo.

Algún día tengo que darte un abrazo Alberto, uno muy gordo además.

Gracias joio.

Anónimo dijo...

Pocas veces te había leído un texto tan largo y tan lleno de intimismo como éste, Alberto. Y, luego de leerlo, y de sentirme plenamente identificado con lo que has escrito, solamente te animo a que nos sigas obsequiando escritos tan evocadores, personales y llenos de ideas gratas al espíritu, porque la verdad, da gusto leerte.

Además, algunos de los autores que mencionas, como Salgari o London, desde luego, también fueron muy importantes durante mi infancia.

Un abrazo.

Mary Lovecraft dijo...

Me sentí totalmente identificada con tu historia Alberto...y te diré un poquitín más, yo creo que si amo tanto hoy el hecho de entrar en una librería y perderme entre sus estanterías, olores, colores y texturas por horas infinitas, es por el hecho de captar inconscientemente tal vez, (aunque creo ahora se me hizo de golpe consciente al leerte), su semejanza con aquellas bibliotecas que de niña a mujer enfin, durante toda mi vida tuvieron a bien hacerme de compañeras en el camino de la Vida.

Ay, que bonito leerte, aún estoy emocionada. Muchas gracias por este ratito de profunda introspección.