miércoles, 20 de febrero de 2008

Pozos de ambición (There will be blood), Paul Thomas Anderson

Ambición es algo que le va muy bien a esta película. Porque es eso, ambiciosa. Y pretenciosa. Y, finalmente, fallida. Empieza muy bien, con una música desasosegante y un primer cuarto de hora cuasidocumental, sin diálogos, en los que se nos muestra cómo es la dura vida de los extractores de petróleo en el oeste de los Estados Unidos a principios del siglo XX. Son pioneros, gente hecha a sí misma, en busca de un ocasional golpe de suerte y la riqueza. Luego, la película se centra completamente en la vida de Daniel Plainview, uno de esos extractores, y su afán por hacerse con las tierras de una comunidad en la que la principal oposición será la llamada Iglesia de la Tercera Revelación, liderada por un peculiar predicador, en el año 1912.


Pese a contar con momentos grandiosos, la película poco a poco se va transformando en algo plúmbeo, ampuloso, en la que Daniel Day Lewis es el centro absoluto, en ocasiones para bien, desde luego es un gran actor y tiene momentos de una brillantez desmesurada, pero en muchas otras para mal, está demasiado forzado, histriónico en momentos, muy contenido en otros, siempre abusando de gestos de mandíbula y cejas, en la mejor tradición del Bill Cutting de Gangs of New York. Conforme avanza la película, y el personaje cae en el fondo de sus miserias todo ese lenguaje gestual (que está muy logrado, hay que reconocerlo) va aumentando, hasta llegar a un final en la que Lewis, en vez de conseguir una última escena llena de fuerza y dramatismo, nos obsequia con una especie de pantomima pasada de rosca. Y es una pena porque realmente hace un trabajo encomiable, pero peca de excesivo. La historia tampoco requería un personaje tan extremo. Eso sí, hay escenas en las que está descomunal, como la de la playa entre los hermanos, o toda la del incendio del pozo, que es una maravilla hipnótica, espléndidamente rodada y remarcada por esa extraña música que jalona casi toda la película. En ese sentido merece la pena ver la película por estas y otras escenas en las que Anderson muestra su buen hacer.

Lo que pasa que como conjunto There will be blood falla estrepitosamente. La mezcla de la historia del hijo y de su accidente, la de los hermanos, la de los petroleros y del ferrocarril, la de la iglesia y el predicador, y algunas de las adyacentes, no resulta en nada cohesionado, con una progresión y una lógica interna bien definidas. En este sentido es reveladora la escena del enfrentamiento de Plainview con los petroleros del ferrocarril en el bar. Gratuita y que tampoco viene a cuento merced a lo que se nos ha contado. Y, nuevamente, con un Day Lewis demasiado exagerado. Aparte de que algunos saltos temporales, el último más que nada, son forzados y rompen aún más el ritmo, que de por sí es lento y contemplativo. Que por supuesto no es algo negativo porque sí, pero en este caso revisten a la película de una aridez innecesaria. Creo que el defecto viene del guión, que no está todo lo bien desarrollado que debiera para dotar de solidez a la historia y a los personajes, sobre todo al de Plainview, que pese a resultar tan importante en la trama cojea en algunos aspectos. Igual que al final el personaje del predicador, quizá ahí se cortó algo la trama por necesidades de producción, pero resulta muy brusco el salto temporal y su historia queda también desdibujada, aunque aún así proporciona algunas de las mejores escenas.



Espléndida fotografía, una música extraña y arriesgada pero muy sugerente, una buena dirección, buenas interpretaciones en general, pero una historia sin garra, mal desarrollada, y una abominación de traducción del título original, que transforma una ominosa aseveración en un especie de augurio de dramón folletinesco. Una pena por las altas expectativas creadas. Eso sí, me huelo que luego salga una versión extendida con un montaje especial con 40 o 60 minutos más. El que lo árido se convierta en insoportable o cobre un sentido y se transforme en una buena, o gran, obra sólo lo sabremos entonces. Hasta ese momento, si se produce, nos queda una película con muchas pretensiones y aciertos puntuales, pero fallida. Siguiendo con la moda de dar puntuaciones: 5,5.

viernes, 1 de febrero de 2008

Yo que he servido al rey de Inglaterra, Bohumil Hrabal

O de cómo lo increíble se hizo realidad.

"Hablaba confusamente en la taberna sobre el otro lado de la belleza, que esa hermosa hogaza de paisaje está en relación con el amor que uno sepa profesar también a todo lo que es desagradable, solitario, amar el paisaje con esas horas, días y semanas de lluvia, de un anochecer temprano, cuando uno está sentado junto a la estufa y piensa que son las diez de la noche y en realidad tan sólo las seis y media, amar el hecho de que uno se pone a hablar consigo mismo, que le habla al caballito, al perro, a la gata y a la cabra, pero que, ante todo, prefiere hablar consigo mismo, al principio en voz baja, como si estuviera en el cine, dejar transcurrir las imágenes del pasado por el recuerdo, pero luego, igual que yo, empezar a dirigirse a uno mismo, a darse consejos, a hacerse preguntas, a interrogarse a uno mismo y querer saber de sí mismo lo más secreto, a presentar cargos contra uno mismo, como si fuera el fiscal, y defenderse, y así, alternativamente, llegar a través del discurso con uno mismo hacia el sentido de la vida, no hacia lo que fue y pasó hace tiempo, sino hacia delante, cuál era el significado de ese camino que ya había hecho y el del que le quedaba por desandar y si aún queda tiempo de alcanzar a través del pensamiento una calma tal que le proteja a uno contra el deseo de escapar a la soledad, de escapar a las preguntas fundamentales, para las que un hombre debe tener fuerza y valor suficientes... Y entonces yo, un peón caminero, sentado cada sábado hasta avanzada la noche en la taberna, cuanto más tiempo pasaba allí sentado y más me entregaba a la gente tanto más pensaba en el caballito que estaba delante de la taberna, en la chispeante soledad de ese nuevo hogar mío, veía cómo todas las personas me oscurecían aquello que quería ver y saber, que todos únicamente se divertían, como antaño me solía divertir yo, cómo todos posponen aquello sobre lo que un día tienen que preguntarse, si tendrán la suerte de tener, antes de morir, el tiempo suficiente... en realidad en esa cervecería yo siempre había verificado que el fundamento de la vida consiste en preguntarse sobre la muerte, cómo me iba a comportar cuando llegue mi hora, que en realidad la muerte, no, el preguntarse a uno mismo es un discurso enfocado a través del prisma del infinito y la eternidad, que el hecho de pensar en la muerte es el comienzo de un pensamiento hermoso y acerca de lo hermoso, pues saborear el sin sentido de ese camino propio, que de todas maneras termina con una marcha prematura, ese deleite y vivencia de la propia aniquilación, eso llena al hombre de amargura y, en consecuencia, de belleza. Para entonces ya era el hazmerreír de toda la cervecería, así que me permitía preguntarle a cada parroquiano: ¿dónde quisiera ser enterrado?, y todos ellos se llevaban primero un buen susto, pero luego se reían hasta saltárseles las lágrimas y en reciprocidad me preguntaban a mí dónde quisiera ser enterrado yo, si tuviese la suerte y me encontrasen a tiempo, pues al penúltimo peón caminero lo encontraron entrada ya la primavera y estaba todo devorado por las musarañas, los ratones y los zorros, de modo que enterraron sólo un manojo de huesos, lo mismo que un manojo de espárragos o de huesos para caldo. Y yo de buena gana les hablaba acerca de mi tumba, que si se daba el caso y moría aquí y si enterrasen al menos un hueso mío no roído, el cráneo, quisiera ser enterrado en ese cementerio que está en la cima de la colina, que quisiera ser enterrado en la cuerda misma de ese cementerio, que deseo que mi ataúd, sobre esa línea divisoria, se parta con el tiempo, que aquello que quede de mí vaya bajando con la lluvia a los dos lados del mundo, que una parte de mí el agua la lleve hacia los arroyos de Bohemia, y la otra parte allá al otro lado de los alambres de espino de la frontera, hacia los arroyos que fluyen al Danubio, que, en consecuencia, deseo ser ciudadano del mundo incluso después de la muerte, para llegar por el Vltava y el Elba hacia el mar del Norte y, con la otra mitad, por el Danubio hacia el mar Negro y desde los dos mares fluir hacia el océano Atlántico..."

Me faltan las palabras para hablar de Hrabal. Me faltan y a la vez me sobran, pues tengo la sensación de que podría estar hablando y hablando sobre él y no acercarme a lo que de verdad quiero decir. Hrabal es Literatura, es Vida, es Belleza, es Humanidad en estado puro y a través de sus escritos, contados siempre desde ese punto de vista entre ingenuo, admirado, nostálgico y estúpido, recompensa al lector con una experiencia única, capaz de agitar y mover hasta los resortes más escondidos. Y así uno se conmueve con las vivencias de este camarero que una vez llegó a servir al emperador de Abisinia, y hace suyos su manera de ver y vivir el mundo, la Checoslovaquia de la república, la de los nazis, y la comunista. Todo siempre contado a través de detalles, Hrabal siempre se fija en lo pequeño, en lo aparentemente intrascendente, en lo bello, para crear magia con las palabras, enlazando frases que te arrastran y no te sueltan hasta que sientes que, como él, lo ves todo a través del prisma del infinito y la eternidad.